Trapani, ese lugar siciliano que me evoca a Cádiz

Y si el sur de España es ese lugar que me atrae recurrentemente, Cádiz es el epicentro de esa atracción. Supongo que por eso, cuando viajo a algún lugar del mundo, tiendo a encontrar parecidos con esos lugares que ocupan un lugar en mi corazón. 

Cádiz y Trapani, separadas por las aguas azules del Mediterráneo y unidas por la luz de los siglos, se miran como hermanas lejanas que, sin haberse conocido, comparten el mismo reflejo. Ambas se asoman al mar con el alma abierta, como si el horizonte les hablara en un idioma antiguo que solo comprenden los pueblos que han vivido al filo de las olas y del tiempo.

Cádiz, la tacita de plata, se curva sobre el Atlántico con su piel blanca y salina, extendiendo su casco antiguo como una concha que guarda secretos fenicios, romanos, árabes y cristianos. Trapani, al oeste de Sicilia, ofrece un gesto similar: una lengua de tierra que abraza el Tirreno, con su casco histórico abrazado por murallas, iglesias barrocas y callejuelas que huelen a sal, a alcaparras y a pasado.

Ambas ciudades lucen una melancolía luminosa, con atardeceres que tiñen las piedras de oro viejo y cielos que parecen pintados por los mismos dioses del viento. Las barcas descansan en sus puertos como si fueran parte del paisaje desde siempre. Las gaviotas gritan en ambos idiomas. Las plazas, vivas de café y conversación, guardan un ritmo pausado que solo conocen los lugares donde el tiempo no tiene prisa.

Cádiz y Trapani se parecen en su manera de resistir con dulzura, de mirar al mar como espejo y escudo, de saber que en la sencillez marinera también habita la grandeza. Son reflejos de la misma alma mediterránea, una que canta con acento andaluz o siciliano, pero siempre con el corazón salado y eterno.

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